La Tarantella, además de un baile regional del sur de Italia, es un restaurante italiano con trece años de historia en Gràcia, Barcelona. De él, las críticas de enciclopedia dirían «de trato familiar». La impresión es que éste es uno más de los miles de restaurantes italianos que inundan grandes metrópolis, pequeñas ciudades y pueblos remotos. De hecho, lo es. Es uno más, pero sirve buena comida y es un referente para los vecinos del barrio cuando despiertan con delirio de comer italiano y no quieren grandes complicaciones ni grandes precios.
Al mediodía, familias. Y por la noche repiten las familias, a las que se suman grupos de amigos, y alguna pareja que con suerte podrá comunicarse leyéndose los labios. La música de fondo tampoco invita a la relajación. Mesas y sillas de madera, manteles de tela, con sobremantel de papel, y una decoración no muy cuidada.
Entre el «cumpleaños feliz» de un lado y las risas de otro, una voz profunda y potente te da la bienvenida. Es una mujer, es la jefa de sala, es simpática y no es italiana. De hecho no queda claro si los propietarios del local lo son. Ni rastro de bandera tricolor, ninguna foto del Coliseo y tampoco suena Franco Battiato. La carta, sin embargo, no deja margen a la duda: en La Tarantella se sirve una de las cocinas más internacional del mundo.
En la carta, ensaladas para todos los gustos y antojos. Tan generosas que bien podrían ser un plato único. También pasta, fresca y seca. Y pizzas, que a mi parecer, son las protagonistas. Ese emblema de la identidad italiana que, antes de convertirse en el plato más consumido del planeta, tubo que sortear todo tipo de vejaciones y insultos. En el 1800, los mismos italianos consideraban la pizza, de la familia mediterránea de los panes planos, un invento detestable y sucio. Que se comiera con las manos y que naciera a finales del siglo XIX en Nápoles, una ciudad invadida por el cólera, fue determinante a la hora de menospreciar la pizza.
No sé cómo era la masa original napolitana. En La Tarantella no es finísima pero sí crujiente, con un grosor capaz de contentar a amantes de las extrafinas y también de las americanas. Con los bordes marrón oscuro y muy bien cocida (en horno de piedra). La masa es uno de los grandes aciertos de estas pizzas. La mozzarella no se queda atrás, abundante y jugosa. El tomate natural, dulce, tiene presencia pero sin atosigar. Y en la cima diferentes estilos: desde la clásica margarita, a una con brie, jamón serrano y rúcula, otra de sobrasada con miel, pasando por una versión catalana con botifarra, ajo, perejil y rovellons a otra noruega, con salmón. El dilema está en elegir entre 37 variedades.
La mía, de queso de cabra, manzana y reducción de modena. La combinación, a parte de sonar antigua (por el tan socorrido rulo de cabra), parece una bomba. Pero no lo es. El conjunto, de hecho, no tiene un excesivo sabor a queso de cabra porque éste es sólo el acompañante de la mozzarela. La manzana, cortada con mandolina, se coloca en la parte superior para que se tueste ligeramente. Y por encima un toque de balsámico, esa reducción que tantas veces, casi obsesivamente, ha decorado platos sin sentido. En este caso, está justificado: aporta dulzura y acidez. Un mordisco contundente, sabroso, lácteo, aromático y con ese toque frutal de la manzana que ayuda a desengrasar. Todo sabe a lo que tiene que saber, con un equilibrio digno de un aplauso.
La porción en forma de triángulo concentra tanto placer que quisieras ser una Tortuga Ninja y continuar comiendo sin sentir nunca el estómago lleno. Pero ese momento llega. Llega y sientes el peso. Por eso mucho mejor dosificar la gula con la mitad de la circunferencia dorada. Las raciones en La Tarantella son abundantes, así que compartir es la mejor opción. Una pizza (entera!) oscila entre los 8 y los 14 euros.
A estas alturas, y con una copa de vino, ya no oigo a la mujer simpática que da la bienvenida en do mayor, la música pasó a segundo plano, las paredes chillonas poco importan… Y si quien cocinó el plato no es ni tiene descendientes italianos, hagámosle una reverencia. A no ser que nos digan lo contrario, no es necesaria sangre italiana para bordar un plato así.
Este restaurante barcelonés tiene la virtud, des de la humildad, de conectar con lo más profundo de nuestro estómago, para ir después a nuestra cabeza y des de allí activar los neurotransmisores del bienestar. Creedme, una pizza puede hacerte feliz. Y esa es la de La Tarantella.
La Tarantella
C/ Fraternitat, 37. Barcelona
93.284.98.57