Seguramente no soy la única que cuando sabe que tiene una cita con el buen comer, empieza a levitar sobre la alfombra de Ali Baba. Mi cerebro maquina y elabora todo tipo de ilusiones de lo que le espera. Una manera de avanzar ese momento tan esperado de meterse la cuchara en la boca. Esto, que muchos de vosotros debéis experimentar también, nos da una idea de la cantidad de sensaciones complejas que intervienen en esto del comer, ya sea algo delicioso o terriblemente malo.
El psicobiólogo de la UAB Ignacio Morgado, conocido por descifrar los caminos que recorren nuestro cerebro y explicarlos con extraordinaria clarividencia, acaba de publicar el libro La fábrica de las ilusiones (Ed. Ariel). Uno de los capítulos se titula «Dulce, salado, amargo, ácido… y umami«. Hace unos meses dediqué una entrada en el blog a estos cinco gustos. Morgado escribe con la lucidez del sabio: «Apreciamos todos nuestros sentidos, pero al del gusto y su inseparable compañero, el sabor, les conferimos un valor especial al estar relacionados con uno de los placeres más prominentes y duraderos de la vida, el placer de comer. (…) Los diferentes gustos están entre las ilusiones más especiales y motivadoras que crea el cerebro humano«.
Y nos da un ejemplo para que lo entendamos: «Cuando comemos un trozo de tarta, las moléculas de su azúcar se disuelven en la saliva y activan las células receptoras del gusto que tenemos en la lengua y otras partes de la cavidad oral. Esa información llega por determinados nervios al cerebro y es éste el que entonces hace que sintamos el gusto dulce. Si el estímulo hubiese sido un trozo de bacalao, el cerebro lo sentiría como salado. Es decir, las comidas no son dulces, ni saladas o amargas por sí mismas, sino que es el cerebro el que hace que las percibamos de uno u otro modo según las moléculas químicas que contienen».
Si hablamos de algo que genera tanta satisfacción las emociones, obligatoriamente, deben tener un papel crucial. Así es: «El gusto dulce evoca, instantáneamente, placer y el amargo, asco. Ambas son emociones innatas, ya que no necesitamos experiencias previas, es decir, aprendizaje, para que se produzcan».
Unas páginas más allá, avanzando en el libro, Ignacio Morgado se pregunta en uno de los capítulos: «¿Es lo mismo gusto que sabor?». Y esta es parte de la respuesta:
“Cuando usted visita un restaurante, antes de entrar en él ya se está preparando a conciencia porque sabe que la experiencia que le espera va a requerir el concurso de todos sus sentidos. (…) Puede que ya antes de sentarse buena parte de los 80.000 millones de neuronas de su cerebro hayan empezado a “hervir”, como los caldos en los fogones de ese restaurante. Descontando que la lectura de la carta le haga salivar, su primera impresión de cualquier manjar que le presenten le entrará por las retinas de sus ojos, y es probable que repare en el sonido que hace el vino cuando, para una degustación inicial, el camarero lo vacía en su copa. (…)»
«Al aproximar un alimento a su nariz e introducirlo en su boca captará sus olores y gustos gracias a los millones de neuronas ultrasensibles de sus fosas nasales, su lengua y su paladar. Quizá haya notado que su capacidad de oler y degustar se mantiene bastante con los años. Es así, entre otras cosas, porque las neuronas que nos sirven para oler y gustar se renuevan, es decir, son frecuentemente sustituidas por otras nuevas durante toda la vida.”
“Si hay alguien en la mesa que trabaje más que los propios cocineros y el personal que le sirve, ése es su cerebro”
“Al continuar su experiencia, en su boca y su lengua notará también el tacto y la textura de cada alimento, su rugosidad o su lisura, (…). Pero, volviendo a nuestra mesa, como aquí sólo queremos hablar de placer, no dejará de prestar atención al sonido que resulta de masticar los alimentos, como cuando roe una zanahoria cruda o mastica patatas chips. Su oído, que está cerca de sus mandíbulas, captará esos sonidos para incorporarlos, aunque usted no se dé cuenta, a su experiencia perceptiva.”
La experiencia del comer pasa, como todo, dentro de nuestro cerebro. Y es allí, concretamente en la corteza orbital frontal, donde las neuronas van y vienen como locas mientras nosotros nos comemos un arroz caldoso. Ellas llevan información de los “colores, olores, gustos, texturas, temperatura y sonidos” de los alimentos. Y añade Morgado: “La habilidad y experiencia gustativa de los gourmets les hace distinguir, u orgullosamente apelar a otras características gustativas de la comida, como sensaciones acuosas, punzantes, metálicas y otras de más difícil objetivación. De esa múltiple combinación resulta el sabor, una de las experiencias perceptivas más poderosas del cerebro humano.”
«El sabor no es, entonces, otro modo de referirnos al sentido del gusto. Es mucho más que él, pues consiste en un proceso activo que implica ver, masticar, respirar y tragar para poder testar y reconocer la comida en la boca y en la lengua”
Morgado concluye el capítulo: “Las primeras neuronas de la historia aparecieron en seres marinos hace unos quinientos millones de años, pero sólo hace sesenta millones que empezó a desarrollarse la parte frontal del cerebro, la que nos hizo humanos e inteligentes. ¿No le parece fantástico que su sentido del sabor, esa sublime sensación que encumbra al arte culinario, se base precisamente en la parte más noble e inteligente de su cerebro?”.
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